Somos lo que somos porque alguien cinceló nuestro cerebro con lecciones de vida permanentes. Porque abrimos nuestro libro a la escritura de quienes de buena fe desearon trazar caminos de orientación a nuestra vida. Somos lo que somos porque el ayer se volvió historia edificante en nuestro espíritu y seguimos respirando el aroma de las flores sembradas a nuestra vera. Y por eso creo que mi primer trabajo me trajo todo lo bueno que hoy tengo, pues fue una escuela con maestros que sabían roturar la tierra para que la simiente diera frutos. Frutos que hoy son la razón de mi existencia y la culminación de una felicidad que justifica haber nacido.
Sí. Fui un huérfano de padre desde mis 5 años, con un destino que los adultos más cercanos a mi familia marcaron con las señales del pesimismo. Era yo el mayor de dos hermanos sin futuro. Porque creían que la pobreza terrible por la falta de dinero y de lo más elemental va siempre asociada a la ignorancia que desemboca en la marginación social y, a veces, en la delincuencia. Pero no contaban con que la fiera que llevaba dentro mi madre viuda, a pesar de su nula instrucción escolar, y que su fe en Dios al acometer la formación de sus hijos iría más allá de los negros pronósticos de quienes nos rodeaban. Y empecé a ser un soñador irredento por ella, que martilló en mi ánimo la confianza para no desfallecer en cuanta meta me trazara desde niño. Me llegaron a fondo sus consejos que tatuaron mi esperanza de trascender en lo académico y en la formación personal. Por ella, pues, llegué a completar mis estudios al Seminario de Monterrey. Y no niego que fue un privilegio para mí pisar los dinteles de esta bendita institución que en mis tiempos de adolescente y de joven era la plataforma de redención de los más pobres, llegados de los sitios más alejados de la ciudad y de otras regiones de México. Luego, de ahí, la recomendación de un compañero me puso en manos de su padre para que fuera aceptado como profesor de primaria y modesto aprendiz en la redacción de la revista “Trabajo y Ahorro” de la Sociedad Cuauhtémoc y Famosa, quesque porque escribía muy bonito y hablaba muy bien en público. Y yo ni sabía. Ni me daba cuenta de esa imagen que, en el salón de clases, percibía de mi persona aquel inolvidable amigo.
Antes trabajé dos meses de obrero en Nylon de México, y después me llamaron de la Cervecería para, aprobado el examen médico, firmara el contrato de planta. Y mi madre saltó de gozo. La reseña de mi vida laboral empezaría con enseñanzas vitales a cargo de dos maestros de maestros en la persona de Don Roberto González Acosta y Don Hermilo Garza Rodríguez. No era sólo aprender la finura de una técnica para redactar como es debido y escribir sin faltas de ortografía. No. Era algo más: era conseguir el grado de buena persona y de buen mexicano. “Trabajo y Ahorro” fue la plataforma de despegue del turbo que llevaba dentro para llegar a los medios profesionales de comunicación de masas, porque mis jefes me apoyaron a que alternara los estudios universitarios y la práctica exigente como reportero de prensa.
“El semanario” –como se le conocía entonces por antonomasia– me enamoró con la selección de materiales y temas de orientación para una sana convivencia humana, además del levantamiento de datos en los eventos internos para publicarlos con fotografías y diseño apropiado. Me gustó la tarea. Me entregué a los retos diarios. Y mis maestros me ascendieron. Llegué a ser jefe de redacción de la revista, pero mi sorpresa fue que cuando Don Roberto González Acosta se jubiló, me dejó como director editorial donde culminé mi paso por SCyF en 1983, pues me embelesó el atractivo de ser parte del equipo de época que estaba reclutando el periódico “El Norte” para las giras de enviado especial en México y el extranjero. Además, inesperadamente mi amigo Ernesto Rocha Ruiz fue electo en 1980 primer director de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UANL y no me dejó ni pensar en su propuesta para integrarme como profesor de periodismo y fotografía. Me reclutó sin más oposición.
La revista interna de SCyF marcó mi vida y mi destino. Conocí a mucha gente buena y me inspiró para superarme en un trabajo de calidad. Por otra parte, me permitió estar cerca de las fuentes de documentación histórica del Grupo Industrial Cuauhtémoc e impartir conferencias y representar a la junta directiva en las sucursales por todo el país. Me impulsó para cumplir con el periódico “El Norte” y me ayudó, con recompensa a mi labor, a salir de pobre, sin llegar a ser rico. Pero con la entrega de una casa a pagar sin intereses, me sentí millonario. Mi madre fue feliz y mi esposa Iris disfrutó las prestaciones de la Sociedad desde que nos casamos en sus instalaciones hace 51 años, mientras que mis hijos retozaron a sus anchas en los espacios del Centro Recreativo y fueron beneficiados con las becas escolares. Por eso mi gratitud va más allá de la satisfacción de haber dejado en las páginas de la revista, parte de mi espíritu, porque lo trascendente, hoy por hoy, no puede expresarse en palabras. Hoy me uno a los festejos por los cien años de “Trabajo y Ahorro” como forma de retribuirle todo lo que me dio en mi paso de 18 años por entrañable medio interno de comunicación empresarial. ¡Que cumpla cien años más, aunque yo ya no sepa de esa nueva celebración centenaria!