En su origen, el feminismo surge principalmente por la total falta de equidad entre los géneros. Las sociedades netamente patriarcales, ponían a las mujeres en la más injusta desventaja: La que no se casaba, se quedaba “a vestir santos” dependiendo siempre de sus padres o familiares. La mujer no podía estudiar y mucho menos aspirar a tener una profesión que le proporcionara independencia económica y cuando llegaba a tener la oportunidad de trabajar, solo se le permitía acceder a empleos de cierto nivel. Las mujeres no podían votar y mucho menos participar en asuntos políticos; la mujer no debía y no podía negarse a lo que se le exigiera ni podía tomar la iniciativa en casi nada, ni siquiera sexualmente. Todo era limitado para la mujer que debía someterse de forma sumisa y resignada al yugo patriarcal si quería tener un techo sobre su cabeza y comida en la mesa.
Pero hubo quienes se revelaron valientemente ante esa situación y poco a poco, pero con mucho dolor y a un alto precio, fueron abriendo camino para las siguientes generaciones de mujeres. A esas pioneras las tacharon de todo: locas, desquiciadas, amargadas, brujas o pirujas. Soportaron el escarnio, la burla, la marginación y todo tipo de ataques, mientras ellas iban conquistando cada vez más derechos, más equidad, más oportunidades y más libertad. Y en esto quiero enfocar mi escrito. El feminismo actual no es como el de antaño, porque aunque aún queda mucho camino por recorrer, la mayoría de las mujeres en el mundo hemos gozado ya de aquellos logros que en el pasado parecían sueños imposibles. El problema actual es que precisamente esos escaños que como mujeres hemos podido subir hasta casi alcanzar la igualdad y la equidad, nos coloca en una posición de competencia.
No todos los hombres logran asimilar el hecho de competir con mujeres en igualdad de circunstancias. Muchos hombres (no todos), todavía se sienten amenazados o retados cuando la mujer hace uso de sus derechos y se planta en sus conquistas en un terreno más parejo. Hay hombres a los que les irrita en sobremanera que la mujer los cuestione, o los corrija, o los contradiga. A muchos les perturba que la mujer se niegue a ser su sombra, o peor aún: que brille con luz propia; les molesta que la mujer tome decisiones por su propia cuenta, que decida sobre su propio cuerpo, o sobre sus propias vidas y destinos, que tenga opiniones distintas a las suyas, que sea autosuficiente o que no sea dependiente, que sea dueña de sí misma. Para esos hombres, la mujer autónoma no es compañera, no es pareja, no es colaboradora…para ellos, la mujer es rival. Primero intentaran quebrarle el espíritu muchas veces, “bajarle los humos” –como dicen algunos,-y cuando se sienten amenazados, sucede una de dos cosas: la abandonan o la atacan.
Si el hombre en cuestión sintiéndose amenazado por la mujer, si él con todas sus inseguridades, es además una persona iracunda y violenta, se irá como una fiera con toda su furia contra ella solo por ser mujer. Querrá humillarla, derrotarla, destruirla…matarla. Como quien quiere eliminar a un enemigo.
Por eso hoy por hoy, la lucha del feminismo ya no es tanto para conseguir niveles de igualdad y equidad, que por ley ya se otorgan. La lucha feminista actual es para evitar que esas conquistas se conviertan en ataques violentos y fatales por parte de esos hombres retrógradas y atrapados en su narcisismo masculino que ven a las mujeres modernas como rivales. Afortunadamente no son todos.