El gusto por escribir me viene de mi abuela materna María del Socorro Ayala de Levy. Ella escribía mucho, aunque lo suyo eran los cuentos cortos y hacer versos, mismos que escribía a lápiz en un cuaderno con hermosa caligrafía. Mi abuela nació en Monterrey en el año de 1915, en plena Revolución. Ya de joven, vivía con sus padres en una casona ubicada la calla de Padre Mier en el Barrio de la Purísima. Un día me llevó a conocer la casa aquella hecha con muros de sillar, tenía un patio central, un traspatio, un baño completo muy grande tapizado de azulejos celestes y varios cuartos de techos altos conectados por un corredor lleno de luz, ventanas de postigos con rejas forjadas y pisos de cemento pulido y pigmentado. En esa casa vivió mi bisabuela hasta su muerte. No pude evitar notar que los cuartos no tenían closets y en la cocina, la alacena era realmente pequeña.
“¿Y cuando eras joven, dónde guardabas tu ropa abuelita?”- pregunté. Entonces mi abuela me explicó que cuando ella era joven la gente no tenía tanta ropa como hoy. Todo cabía en los roperos que formaban parte del mobiliario y generalmente tenían dos gavetas para la ropa y unos cuántos cajones. Su ajuar constaba de un bonito vestido para salir, no más de tres vestidos de casa, unos zapatos “elegantes” y dos pares más para el diario. Eso era todo. El vestido de salir, también llamado “vestido de domingo”, siempre era el mismo y solo se lo ponía para ocasiones especiales o para ir a la iglesia. En tiempo de verano, la ropa de invierno se guardaba en un baúl con bolitas de nafta para proteger a las telas de la polilla, y en invierno, la ropa de verano era la que iba a dar a aquella castaña de madera forrada de cuero que estaba al pie de la cama. En cuanto a la alacena, no era necesario tener mucho espacio pues los alimentos procesados, empacados o enlatados prácticamente no existían.
Los alimentos del día se compraban en el mercado o al señor que vendía frutas y verduras en un carretón que empujaba mientras cantaba a todo pulmón acompañado de varios perritos. Pasaba también el vendedor de cabritos, que llevaba a los chivitos vivos cargados en el lomo y el que pasaba con su bicicleta llevando sobre la cabeza una enorme canasta circular con pan francés y pan en un extraordinario acto de equilibrio. También pasaba el vendedor de cazuelas y ollas para los frijoles, el vendedor de canastas, el afilador de cuchillos con su silbato característico, el dulcero que vendía cocada, dulce de leche, camotes y charamuscas… Cualquiera diría que el “servicio a domicilio” se había inventado desde hace muchos años. Eran tiempos difíciles y solo se compraba lo que fuera necesario para el día. La comida se preparaba siempre en casa. Ir a comer a alguno de los pocos restaurantes de la ciudad era un lujo que podían darse pocas veces y nada más en ocasiones muy especiales.
Aquella vida que mi abuela me contaba me parecía a la vez extremadamente simple y complicada. De hecho me parecía casi inconcebible. Nada había automático, ni procesado, ni artificial. Si bien nada les faltaba, tampoco les sobraba nada. Las cosas no se acumulaban, los excesos eran de mal gusto y los derroches entraban casi en la categoría de pecado. Se entretenían leyendo, escuchando la radio, haciendo alguna manualidad o conversando por las tardes en sus mecedoras colocadas en la banqueta para ver a la gente pasar. Vivir al día los obligaba a ubicarse en el presente y por eso, era mucho más importante ser que tener… Lo importante era tener buena reputación, paz interior, buenos amigos y buenos vecinos, bonitos modales, ser limpio, ser educado, ser ordenado, ser frugal, ser decente y ser cabal. Lo importante era ser.