Durante las horas libres que tenía cuando era estudiante en una universidad local, en aquel tiempo incipiente; mis compañeros de clase y yo solíamos reunirnos en una cafetería ubicada en una esquina frente a la Alameda. Invariablemente, también se reunían ahí en una mesa junto a la ventana, cuatro hombres mayores, probablemente jubilados o retirados ya y libres del yugo de los horarios que les imponían sus respectivos empleos y entonces, aun que vivieran solo de sus pensiones y sus ahorros si es que los tenían, eran ya dueños de todo el tiempo del mundo.
Me gustaba observarlos desde mi mesa y a pesar de que siempre veía la misma escena, no me aburría de verlos. Conocían a la mesera y le llamaban por su nombre. Le pedían amablemente que rellenara su taza de café una y otra vez hasta que la cafeína y el azúcar comenzaban a surtir efecto. De pronto, alguno de ellos tomaba una servilleta de papel, sacaba una pluma del bolsillo de su camisa y comenzaba a garabatear cifras alegres, organigramas y hasta posibles nombres de aquel magnífico negocio que se le acababa de ocurrir y que sacaría de pobres por generaciones a ellos mismos y a sus familias.
A continuación los otros tres amigos, socios potenciales en aquel sueño de servilleta, se contagiaban de entusiasmo y comenzaba la lluvia de ideas, de acuerdos y desacuerdos. Ya los cuatro a la mesa habían desenfundado sus respectivas plumas, la servilleta daba vueltas por la mesa, se arrebataban la palabra, se repartían las acciones, disputaban las utilidades, palmoteaban en la mesa y no era extraño que terminaran peleando, alzando la voz y disolviendo la ilusoria sociedad del negocio imaginario que los había convertido en millonarios en una sola tarde; un sueño atrapado en un pedazo de papel desechable que se desintegraba en el aire junto con el humo de sus cigarrillos.
Así aprendí en aquella cafetería cercana a la universidad, la diferencia y la brecha que existe entre la teoría y la práctica. Aprendí que muchas veces, discutimos por cosas y situaciones que en realidad no existen o que aún no han sucedido. Aprendí que lo que se ve bien sobre el papel no necesariamente resulta posible en el mundo real y que en ocasiones, ni siquiera logra traspasar el umbral de los desacuerdos y las diferencias de opinión.
Todas las tardes a eso de las cinco, los cuatro hombres llamaban a Rosalbita la mesera, le pedían y se repartían equitativamente la cuenta de su café y el plato con pan de dulce. Dejaban sobre la mesa una raquítica propina de apenas unos cuantos pesos que Rosalbita recogía y ponía en la bolsa de su delantal llevándose en su charola las tazas vacías, los ceniceros atiborrados de colillas y –como siempre- aquel arrugado sueño de servilleta. Yo veía a los cuatro hombres salir de la cafetería, se despedían en la puerta con el típico abrazo con fuertes palmadas en la espalda que les aflojaban las flemas, tosían, escupían en la banqueta. Luego, cada uno seguía su camino, tan amigos y tan resignados como siempre…hasta al día siguiente en que volvía la diatriba y la ruptura por un sueño en el papel que terminaba en la basura.