Algo me hace mucho ruido en la cabeza cuando veo la toma de las instalaciones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Es perfectamente comprensible la indignación de las mujeres que se instalaron en ese edificio. Esas medidas extremas aprovechan una coyuntura en la prensa nacional, que no desperdiciará ninguna oportunidad para exhibir a una sociedad inestable y desprestigiar al gobierno federal.
Por supuesto, la visibilización de un movimiento legítimo ha sido inmediata. ¿Qué es lo que quiere ese movimiento? En realidad no piden nada extraordinario ni milagroso. Quieren que la CNDH emita un exhorto a los gobiernos federal y estatales para que se reconozca que la violencia de género es una realidad sumamente grave en el país, y que las fiscalías actúen en consecuencia. Además, quieren que se creen unidades especiales para atender la violencia de género. ¿Quién, en su sano juicio, puede decir que sus exigencias son injustas? Hasta el flamante partido confesional, y los devotos partidos disfrazados de laicos, apoyarían sin duda esas exigencias. Estos que, en legislaturas como a de Nuevo León, ha impuesto leyes que denigran y criminalizan a las mujeres.
Si saliera a la calle y pregunto a cualquiera, hombre o mujer, si está de acuerdo con lo que piden las “okupas” feministas, la respuesta sería muy seguramente unánime: ¡de acuerdo! Todos alguna vez hemos sido testigos de la violencia de género extrema. Tal vez sin llegar a extremos de agresión física o directa, todos la hemos ejercido también, porque durante siglos se nos inculcó como una conducta normal y hasta virtuosa. Apenas hace pocos años nos hemos enterado de que estábamos equivocados. Muchos luchamos desesperadamente por amputarnos esas conductas instintivas. Una batalla personal constante en la que deberían incluirse también las mujeres que, no pocas veces, han actuado contra su propio género. Muchas actitudes antifeministas se han creado desde la infancia, en la propia familia, y no sólo con el ejemplo del un padre machista y patriarcal.
Si cuestionamos a líderes sociales de cualquier tipo, “conservadores” o “liberales”, sólo preguntando por esas exigencias feministas no por la ocupación de la CNDH y sus detalles, coincidirán que son exigencias justas y urgentes. Obviamente cavarán zanjas adicionales en su respuesta para llevar agua a sus molinos, pero en lo básico todos estarán de acuerdo. Incluso, una encuestadora (de las serias), se negaría a levantar opiniones sobre esas dos exigencias, porque la respuesta es predecible: ¡todos a favor! Es más, hasta si le preguntan al propio presidente López, pero antes le hacen jurar que responderá con sólo dos palabras… seguidas, tendrá que aceptar que está de acuerdo.
Entonces, ¿por qué la discusión sobre pintas en paredes y en cuadros, o el desfile de los filetes? ¿Por qué se somete a debate nacional un tema en el que sólo hay consensos? ¿Por qué, vía medios de comunicación y declaraciones de políticos y funcionarios, se polemiza sobre fruslerías cuando la exigencia no es sólo de las “okupas” feministas sino de todos los mexicanos?
¿Por qué entonces la confrontación si todos estamos de acuerdo?
Esto me parece más bien una lucha distinta, una lucha de poder donde la visibilización grotesca ha rebasado a los principios y acaba por sembrar dudas entre quienes deberían sumar fuerzas. Pero el riesgo es todavía mayor, porque en la lucha por ejercer el control se pueden caer en extremos indeseables, fatales tanto para el movimiento feminista como para la CNDH.
¡Cuidado! Nadie puede asumir que tiene control absoluto sobre algo… hasta que lo destruye. La consecuencia es una satisfacción efímera, porque para demostrar ese poder se debe prescindir de él.