Y además, no hay nada más ridiculizante y nada peor que un mal chiste o un chiste mal contado. Hacer comedia o ser comediante implica contar con un extraordinario sentido del humor; y a su vez, poseer un gran sentido del humor es una característica de una inteligencia superior y de una impresionante velocidad y agilidad mental.
No solo eso: el sentido del humor también denota la clase, la cultura, buen gusto y una clara comprensión de factores determinantes como el tino, tema, tiempo y tono a la hora de hacer comedia o contar un chiste.
Sin embargo, el sarcasmo, la ironía, la parodia e incluso la confusión, aplicados a una situación, son recursos finos que no todos saben o logran manejar talentosamente y con sensibilidad humana.
El verdadero talento de un buen comediante consiste en la capacidad de transformar una escena cotidiana y aburrida, un problema, o incluso una tragedia que, contada de una manera distinta se vuelve cómica.
Las personas que saben hacer reír “con” y no “a costa de” otras personas, poseen una aguda capacidad especial para encontrar y mostrar en su narrativa, el lado absurdo de la vida con el que nos identificamos todos. Ese es el chiste de contar bien un buen chiste. (Curiosamente suele haber muy buenos chistes muy mal contados y viceversa).
Es por eso que admiro enormemente a quienes saben romper paradigmas de la cotidianeidad, que mediante el recurso del lenguaje verbal y no verbal, oral o escrito, logran crear una realidad alterna capaz de esbozar sonrisas, arrancar carcajadas y elevar el ánimo de su público.
De hecho, aquellos que incursionan en el difícil ámbito de la comedia sin contar con los componentes necesarios para dominar dicho arte, pueden caer en eso que se llama “pena ajena”, causando lástima en lugar de alegría, porque no hay nada más incómodo, inadecuado e inapropiado que un mal chiste.