Yo quise que le fuera bien a López Obrador. Y es que yo pertenezco a la generación de la crisis. Viví y crecí padeciendo los efectos que la corrupción rampante, los desfalcos descarados al erario público, los discursos populistas, la impunidad, las recesiones, devaluaciones e inflaciones, le han causado en detrimento del bienestar individual y colectivo de los mexicanos. Años y décadas de escuchar a políticos hablando de renovación moral, de solidaridad, de crear un país de leyes, y luego ver cómo todo terminaba por ser un slogan hueco, un mero lema de campaña que quedaba en el olvido tan pronto los políticos ponían un pie en el poder pero salían hinchados de dinero dejando atrás a un México cada vez más endeudado y más empobrecido.
Todo aquello causó un daño terrible a los cimientos de la confianza y la esperanza, pero me negaba a rendirme, a claudicar o a renunciar a mi sueño de un México mejor en el que mis esfuerzos por fin pudieran dar fruto. Trabajé mucho desde joven, y como buena ejemplar de la clase media, -esa clase social que está lo suficientemente cerca de los ricos para poder ver los privilegios que el dinero puede comprar, y lo suficientemente cerca de los pobres para ver todo lo que puede faltar-estudié gracias al inquebrantable esfuerzo de mis padres, para obtener el título de una profesión que me permitiera ganar mi sustento. Sin embargo, la lucha diaria se volvía cada vez más dura y más difícil.
Las adversidades causadas por la mala o irresponsable administración de los gobiernos solían partir mis sueños por el eje una y otra vez. Los discursos políticos eran como el canto de las sirenas, discursos elaborados con palabras agradables y convincentes, pero que escondían siempre alguna seducción o engaño. Terminé por convencerme de que todos los políticos, independientemente de su filiación partidista, se confabulan y se tapan con la misma cobija.
Creo que habíamos muchos en este país que teníamos ya la esperanza muy quebrantada; los dos grandes partidos políticos habían fallado en sus compromisos con el pueblo que se sentía desmoralizado. Entonces llega AMLO con su partido MORENA (Movimiento de Renovación Nacional) y se perfila como candidato a la presidencia de México. Y le creí y voté por él. No tanto porque su discurso fuera bueno, sino porque mi necesidad de volver a creer en algo era muy grande. Pero cada vez me cuesta más y más sostenerla. De hecho, cuando he tratado de encontrar algo bueno entre todo ésto, no lo hago por interés político; lo hago tratando de protegerme, hasta donde sea posible, de otra dolorosa decepción.
Como comunicadora, me esfuerzo verdaderamente en encontrar material rescatable, entreverado o escondido entre la lenta y desesperantemente pausada retórica del presidente. Trato de eliminar la paja de los clichés, de los estereotipos, de las contradicciones, de las falacias dentro del discurso, de los recursos manipuladores que generan división y animadversión entre los mexicanos, de las referencias históricas llenas de fantasía o de resentimiento. Pero cada vez es más difícil encontrar un hilo de coherencia lo suficientemente resistente como para poder en él anclar mi confianza que ya da señales de ser- una vez más- una esperanza fallida. Pero juro que yo aun en el fondo de mi alma quiero que le vaya bien a AMLO porque si no le va bien nos va a cargar el payaso a todos. Sin embargo, ya no sé con qué criterios apuntalar ese deseo de que ya no se me haga añicos la esperanza, sin dejarme llevar una vez más por el canto de las sirenas…Porque ya no aguantaría otra fractura, que a como van las cosas, parece inevitable.