La dolorosa muerte de mi hermano mayor por Covid-19 el año pasado me ha reforzado mi manera de actuar y pensar. Y en tiempos de pandemia no quiero que un contagiado, conocido o no, vuelva a ser atendido por médicos que den un diagnóstico equivocado y posteriormente fatal, como pasó con César.
El fin de semana visité a mis papás que viven en Matamoros, Tamaulipas, con la noticia el sábado 7 de que el menor de los Jiménez Castillo había resultado positivo y días anteriores -miércoles 4 y y jueves 5-, tuvo fiebre, fatiga, dolor de cabeza y tos seca.
Con la pandemia he aprendido que a los primeros síntomas una persona no debe perder tiempo adivinando si es o no es Covid, o cayendo en pánico ante una posible hospitalización. Esa puede ser la diferencia entre vivir o morir. Menos yendo con doctores de farmacias que cobran barata la consulta pero no están actualizados.
Y con mi comentario no quiero demeritar su trabajo en atender a pacientes porque muchos en México han fallecido arriesgando su vida, y antes fueron a una facultad o escuela de medicina; son mayormente jóvenes y en sus consultorios cuelgan su título y su cédula profesional con orgullo.
Pero tampoco la experiencia es garantía de una buena atención o un diagnóstico acertado. Antes de confirmarse su positivo, César acudió con un veterano médico internista en Matamoros que, aun con síntomas sospechosos de Covid, lo atendió de una diarrea causada, falsamente, por un menudo en mal estado.
Pero como sus malestares eran cada vez peores, dos días después mi hermano asistió con una joven doctora de los servicios médicos para trabajadores del municipio, quien lo mandó a su casa con una incapacidad de diez días sin ni siquiera sospechar que era Covid.
Vaya, a la doctora era mucho pedirle que le hubiera ordenado a César hacerse la prueba PCR nasal. Fueron mis padres quienes decidieron cubrieron el costo de 3 mil 500 pesos, y que obviamente resultó positiva tres días después. Ya muy tarde cuando estaba internado grave en un hospital público.
El desenlace de César muchos lo conocen: a los 59 años falleció el 11 de julio del año pasado tras 21 días internado y 18 intubado, y nadie me quitará de la cabeza que fue atendido por los médicos menos indicados y preparados en el tema de Covid. Ojalá y en los meses siguientes nadie más se les haya muerto.
Por eso cuando el sábado mi mamá se angustió por el resultado positivo de mi hermano Alberto, no tuve dudas de ponerle al teléfono al doctor Francisco González Leannec, quien vive en Salinas Victoria, Nuevo León.
Al mismo tiempo supe del contagio de Oscar, tío de mi hija Andrea, quien tanto él -con daños en los pulmones causados por el virus-, y dos de sus hijos. Y también a ellos se los encargué mucho al doctor, hijo de un reconocido neumólogo de Monterrey.
Hoy los tres pacientes prácticamente fueron dados de alta. Y gracias a Dios allá en el Cielo, y al doctor Leannec acá en la Tierra, no necesitaron hospitalización. Y como él debe haber más salvavidas, sólo hay que tener la suerte de conocerlos.
Tampoco molesté al doctor Manuel de la O, secretario de Salud de Nuevo León, para disponer del Hospital Metropolitano. Qué bueno que no fue necesario… porque ni camas ni espacio hay en este momento.