Querido mío, querida mía: me entero que están entrando en un período de emergencia epidémica que podría prolongarse por varios meses. ¡Qué terrible! Supongo que el campo asturiano será vuestra trinchera. Casi veo al gato olisqueando el atardecer desde una ventanilla del horreo. Un consuelo habrá en la Naturaleza, cuyo esplendor recurrente nos ignora. Incluso creo que se regocija y esplende más sin nosotros. Les envidio tanto, por lo menos en eso. Ya quisiera yo ser una estatua sedente y melancólica testificando el otoño.
Deben saber que en México no estamos mejor. Sobre todo quienes vivimos atrapados en la ciudad, lejos de la esperanza en el regreso del pájaro y en la resurrección de la hierba. Nuestras hojas secas aquí son nuestra propia basura. No estamos en emergencia, ni se han planteado más medidas que las mismas, con restricciones y aperturas que van y vienen de acuerdo al humor e intereses de las autoridades nacionales o locales. No sé en vuestro caso, en el nuestro seguimos confundidos. Discrepancias políticas han contribuido más a este caos. No sé por qué milagro de qué dios no estamos ya todos muertos, moribundos o baldados por las secuelas de esta enfermedad.
Hasta hace poco tenía esperanza viendo cómo España y toda Europa recuperaban salud y espacios. Sin parámetros mejores, quise creer que la epidemia seguiría el mismo modelo, decrecería y acabaría desapareciendo, o permaneciendo, pero mucho menos activa. Ahora veo que no es así. El más preclaro científico debe estar pasmado frente a este rebrote. Tal vez esto va más allá de la ciencia. Creo que esto no está pasando porque no entendamos a la enfermedad sino porque no nos entendemos a nosotros mismos. Ustedes tienen alguna ventaja, porque aunque sea por atavismo aún conservan rescoldos de aquel incendio que fue la Peste Negra. Para nosotros, pretenciosos mestizos, apenas es una anécdota distante, pero en ustedes debe escocer un poco en la memoria.
Sin mayores referencias históricas, nosotros estamos inermes ante una catástrofe de estas dimensiones. Por política, por desesperación, por ambición, o por mera estupidez, no hemos podido crear una estrategia defensiva personal, que sería más importante y efectiva que las estrategias oficiales. Contra el estado de emergencia en el que, aunque no se decrete ya vivimos, la tendencia general insiste en recuperar la normalidad, la misma, la de siempre. Por ejemplo, en tiempos electorales, los actores políticos proclaman el cuidado y la prevención, pero en los hechos todo indica que se volverá a la tradicional forma de hacer campañas. Ni conocen otra manera, ni van a encontrarla. Sin argumentos honestos, son incapaces de crear diálogo, sólo les queda la estridencia, imponerse con oratoria, desplantes públicos, pavoneos y cinismo. Y el confinamiento y la prevención son obstáculos para ese tipo de campañas.
Nuestra economía también está enferma. Se han planteado aperturas necesarias, pero se han incluido otras innecesarias y además de alto riesgo. Complacer a las cámaras empresariales está siendo pagado a un precio muy alto, porque la recuperación de empresas y comercios es bastante mediocre, y la cantidad de muertos y contagios, así fuera mínima, siempre será demasiado alta; el fiel ético de la balanza nos es infiel. Entiendo los motivos de los empresarios y las autoridades, es su rutina, su normalidad, y se aferran a ella sin importar la hecatombe social.
Ofrecen medidas preventivas patéticas, siempre insuficientes. Evitan aprovechar este momento para replantear sus métodos de producción y comercio. Algo que es inaplazable y será indispensable durante mucho tiempo y, tal vez, para siempre.
Así como el paro en empresas y comercios ha sido desaprovechado, el confinamiento social también. Sin replantearnos nuestras rutinas, nuestras casas no son un búnker contra la enfermedad sino un frágil castillo de naipes. Hemos tenido mucho tiempo para comprender y modificar esas rutinas. Mucho tiempo para entender cómo interactuamos con los miembros de nuestras familias y con quienes existen extramuros. Pero ni siquiera lo hemos intentado. Hemos mordido la carnada de las reaperturas dando más valor a nuestras actividades fuera de casa. La mayoría de esas acciones sólo son faroles relevantes para el estatus, completamente inútiles para apretar los puntos de sutura en nuestras heridas sociales. Nuestra soledad confinada pudo ser casi un retiro espiritual, pero lo hemos interpretado como una cárcel de la que siempre estamos planeando fugarnos. Nos angustia tanto estar con nosotros mismos.
Así estamos aquí, y parece que aquí seguiremos, culpando al gobierno de nuestra desgracia y el gobierno culpándonos a nosotros. El botín será de otros, que por ambiciones políticas o económicas (que son lo mismo) han incrementado la confusión e incendiado los ánimos. Monarcas tuertos en un diezmado reino de ciegos que ellos mismos han cegado.
No hay mucho qué hacer en lo colectivo, así que procuremos hacerlo en lo individual. Si pueden, disfruten vuestras proverbiales lluvias asturianas. Inténtenlo al menos. En el húmedo gris siempre está latente un arcoíris. Cuidaos, amiga, amigo. Uno a la otra, y ambos a todos.
Admiren el paisaje rural hasta que comprendan que la belleza no está en el paisaje sino en los ojos que lo ven (vuestro gato lo sabe). Yo trataré de hacer lo mismo en medio de este campo de tejados estériles.