El mayor problema físico de México es el agua. El mayor problema de salud es la desnutrición aguda de cientos de miles y la obesidad de millones. El mayor problema social es la inseguridad. El mayor problema político, la corrupción.
Hay más conciencia pública de los dos últimos; asociándolos, con razón. Pero no siempre se presentan juntos. La corrupción ha sido permanente, la inseguridad intermitente. En el Porfiriato y el sexenio de Miguel Alemán hubo seguridad, a pesar de la corrupción, porque el poder central no permitía la delincuencia no autorizada.
La destrucción del centralismo en los últimos sexenios ha sido buena para la democracia, pero desperdigó el poder delincuente, ya sin control presidencial.
La corrupción sólo es posible cuando una persona representa los intereses de otra, y la democracia representativa multiplicó las oportunidades.
Contra la corrupción se han intentado muchas cosas. Su permanencia ha dado lugar a interpretaciones fáciles: Que es una consecuencia de la pobreza, lo cual ignora que hay millones de mexicanos pobres y decentes. O que es parte de la cultura nacional, otra idea tonta.
La corrupción fue una solución política a la guerra civil. En el siglo XIX, la clase política (dividida entre liberales y conservadores) era más honesta que la clase política actual. Pero no estaba dispuesta a discutir y ponerse de acuerdo en un régimen deseable para México. Liberales y conservadores luchaban por imponer sus convicciones, y preferían matarse que escucharse.
Esto terminó cuando un liberal conservador se impuso como Jefe del Estado y acabó con la discusión y con la matazón. Porfirio Díaz daba a escoger entre el enjuague o la represión: “pan o palo”.
El reparto pacífico del queso (al margen de la ley, pero sujeto al Supremo Árbitro) terminó con las guerras civiles del siglo XIX y también del XX. La corrupción fue el sistema político mexicano del Porfiriato y del PRI.
Pero la “solución” (antes aceptada por la sociedad) se volvió inaceptable. La sociedad ha pasado de tener conciencia pública a intervenir con diversas iniciativas. Se ha topado con una resistencia feroz o disimulada, pero sigue avanzando. Por primera vez en la historia de México, la sociedad se ha vuelto más moderna que sus gobiernos.
La prensa libre, las elecciones creíbles, las leyes de transparencia, la declaración “tres de tres” y las leyes anticorrupción avanzan, a pesar de regateos y trampitas. Pero la corrupción persiste, favorecida por la impunidad; y, a veces, perversamente, apoyándose en los avances.
Lo que no se había intentado (hasta noviembre de 2016), y puede hacer mucha diferencia (aunque se facilitó por ser un golpe del PRI contra el PAN), fue meter a la cárcel a corruptos eminentes, como en otros países.
Que un ex gobernador esté en la cárcel y otro prófugo es un avance histórico sin precedentes. La cárcel, más la prensa, más la transparencia, más el activismo de los movimientos ciudadanos, puede reducir la corrupción de la clase política al nivel que tiene en las democracias con pleno Estado de derecho.
Hay que concentrarse ahí: en los gobernadores. La corrupción existe en los tres poderes federales y locales. Es inadmisible en todos los casos y, legalmente, los gobiernos y los partidos tienen recursos para combatir a sus propios corruptos. Pero no lo hacen ni lo harán sin presión externa, porque en la práctica no hay diferencia entre ese combate y una lucha interna por el poder.
Es un truco muy viejo descalificar a los adversarios como corruptos. Y también es un truco muy viejo exigir unidad para que todo siga como está.
Una limpia desde adentro es casi imposible. Una limpia desde afuera no puede lograrse en todos los frentes simultáneamente. La oportunidad está en los eslabones más fácilmente separables de las cadenas del poder corrupto. El primer eslabón separado fue la prensa, a costa de periodistas muertos. La prensa amplifica los esfuerzos contra la corrupción. Un ex gobernador en la cárcel desencadenará eslabones semejantes. Son docenas, y no faltan casos que ofrecen oportunidades realistas de avanzar.
Desde 1995 se ha hablado con ligereza de forzar la renuncia de un presidente, sin ver que México todavía no tiene instituciones capaces de superar esa conmoción. En cambio, las conmociones locales de políticos eminentes encarcelados son algo perfectamente superable. Y más aún a medida que se vayan acumulando casos.