Pensaba que iba a ser fácil. Pero no contaba con el tiempo. No con el olvido. Cuando me preguntaban no me gustaba alardear de haber estado en la guerra de Bosnia. Cuando me preguntaban qué era un reportero de guerra no sabía qué contestar. Todavía no lo sé. Aunque tenga mis sospechas. Cuando me preguntaban solía quedarme en silencio, y señalar las crónicas que había publicado en el periódico. Como si allí estuviera todo. Lo había intentado.
No puedo hablar por los otros, aunque a menudo nos guste hablar de una generación, y de cómo cubrimos o cubrieron un conflicto. Puedo hablar de los amigos que hice allí (como Gervasio Sánchez, o Enrique Meneses, o Corinne Dufka, o Santiago Lyon), pero ellos deberían hablar por sí mismos, y a veces lo han hecho. Enrique lo hizo antes de irse al otro barrio.
Pensaba que iba a ser fácil. Pero no contaba… Cuando me lo propuso el redactor jefe de internacional, recién regresado de un larguísimo viaje de casi cuarenta días a Estados Unidos, en el que había conocido a Henry Roth y a Richard Ford, en lo primero que pensé fue en la muerte. En un proyectil incrustándoseme en el cráneo, a cámara lenta, y estallando, como una bala explosiva, haciendo estragos la masa encefálica, los recuerdos y, sobre todo, y era lo que más me dolía, el futuro, es decir, el tiempo del que esperaba disponer para leer todos los libros del mundo.
Había visto desfilar a varios compañeros. Les había leído con fruición. Pero no les envidiaba. Jamás me había imaginado cubriendo una guerra. Pero dije que sí. Me tragué el miedo. Quería averiguar algunas cosas: si podía soportarlo (el miedo), si podía contarla (la guerra), si podía hablar de otras vidas, de otras guerras, de otro sentido. Fue lo que intenté. No sé exactamente si se trató de una intuición, o qué. Hasta años más tarde no descubrí a Simone Weil, a una filósofa que hizo de ponerse en el lugar del otro el eje de su pensamiento, y de su vida. Pero eso fue lo que intenté: que el lector me acompañara. Tal vez porque los bosnios me recordaron a los españoles. Y porque me dio la sensación de que había viajado a través del túnel del tiempo (de un agujero de gusano) a la guerra civil española. Y porque no sabía demasiado del pasado de Yugoslavia, ni de los orígenes del odio. Y porque tampoco sabía demasiado de estrategia, ni de tácticas, ni de calibres. Y porque sí sabía que en la guerra, como en la paz, hay que desconfiar sistemáticamente de todas las fuentes. Y porque lo más importante es acercarse, y escuchar…
Me dediqué a contar lo que veía, lo que más me llamaba la atención. El esfuerzo que hacían los vecinos de Sarajevo por asearse. Por eso se jugaban la vida para conseguir agua. Y la importancia que tenía un periódico en la guerra, tanto como el pan (léase Oslobodenje). Y porque quería que los lectores experimentaran en su propia carne lo que los sarajevitas: cómo celebraban un cumpleaños, si se enamoraban, si iban al teatro.
Pensaba que iba a ser fácil. No ir a la guerra y contarla, no. Volver a Sarajevo con la escritura para este libro de mi querido Héctor Hugo Jiménez, con quien compartimos bucles de tiempo desde Bosnia (hace tanto tiempo), a la frontera entre México y Estados Unidos (hace menos años). El año pasado, por fin, veinte años después de aquellos días que no puedo ni quiero olvidar, regresé con Gervasio a Sarajevo. Y mientras trataba de recordar los rostros, la noche impenetrable, el miedo, me asombró el fervor casi angustioso por la vida, las ansias de vivir. Y me sorprendí paseando a orillas del Río Miljacka sin miedo a los francotiradores.
No voy a hablar de las consecuencias del conflicto, de cómo se impuso al final la limpieza étnica, de cómo la Bosnia imposible de hoy es fruto de la cobardía de Europa y del mundo, de cómo la rabia de los bosnios ha empezado a estallar.
Ahora regreso en este libro con palabras que no servirán para reparar el daño, ni para que nada en realidad cambie. Pero era necesario ir, contarlo, aunque a menudo pensáramos que las palabras eran inútiles. Y volvería a hacerlo. Aunque fuera difícil. Quizá para que no se me caiga (del todo) la cara de vergüenza. Para eso tal vez sirva (también) el periodismo.
Alfonso Armada, periodista y escritor español. Fue corresponsal de guerra en Bosnia Herzegovina como enviado del periódico ABC.
Durante seis años trabajó en la corresponsalía de Nueva York del mismo diario. Es autor de los libros Cuadernos africanos (1999), España, De sol a sol (2001) con fotografías de Corina Arranz, y El rumor de la frontera (2006), un viaje a lo largo de la frontera de Estados Unidos con México. Es director del Máster del ABC y editor de la revista fronterad.com.