Por mi trabajo, durante los últimos casi 19 años estuve acostumbrado a cruzar la frontera para ir a Estados Unidos de compras, de vacaciones, para caminar por centros comerciales y, lamentablemente de 2010 a 2016, para sentirme más seguro por la violencia en México.
Cuando en abril de 1998 llegué a Reynosa, Tamaulipas, y tenía a unos pasos McAllen, Texas, el dólar estaba a 10.30 pesos y un combo de hamburguesa McDonald’s podías pagarlo a 55 pesos.
Pasaron los años y la moneda mexicana se empezó a devaluar hasta llegar a 17 pesos el año pasado en estas mismas fechas. Así, la Big Mac ahora costaba 85 pesos para los consumidores de comida rápida de esa marca que invadió y engrasó al mundo.
Pero con el dólar a 21 pesos después de la victoria de Donald Trump en las recientes elecciones de Estados Unidos, los fronterizos seguramente harán cuentas de que ese antojo McDonald’s está por las nubes: 105 pesos.
Cuando hace dos meses y medio decidí irme a vivir a Monterrey con mi familia creí que, como muchos que emigraron de la frontera por diferentes razones, mis fines de semana iban a ser infelices porque me faltaría McAllen.
Pero no, la adaptación a dejar a un lado de que “lo más bonito de Reynosa siempre fue McAllen”, fue rápida y sin necesidad de acudir a un psicólogo que me ayudara a superar un trauma que nunca padecí.
En estas casi dos décadas nunca dejé de estar en Monterrey por cuestiones de trabajo y para ver a mi hija Andrea, así que no estaba exento de la apertura de nuevos centros comerciales y de tiendas como Zara, Forever 21 y HyM que empezaron a abrirse atendidas por empleados mexicanos.
Al mismo tiempo restaurantes como Olive Garden, IHop, Denny’s y PF Chang llegaron con sus franquicias en modernas plazas como Nuevo Sur y Plaza La Fe. Entonces, con el dólar a 21 y sabrá Dios a cuánto llegará el próximo año, para qué ir a Laredo, McAllen, Brownsville o los oulets de Mercedes, Texas.
Al menos por una urgencia, en lo particular me ausentaré de hacer compras o ir a comer a un territorio que para los fronterizos significa escapar de la monotonía, donde hay poco o nada qué ver un fin de semana para esquivar el aburrimiento, salvo ir al los Cinépolis o Cinemex.
Siempre fuimos asiduos comensales de un restaurante de franquicia que se llama Romano’s Macaroni Grill ubicado en una plaza comercial de McAllen, donde en una sentada pagaba, con vino tinto de la casa, una cuenta entre 60 y 80 dólares con la propina incluida por tres personas.
Hace un año y con el dólar a 17 pesos pagaba entre mil y mil 300 pesos con tal de darnos un gusto cada dos o tres meses. Pero a cómo está el billete verde el desembolso sería entre mil 300 y mil 700 pesos. ¡Ni loco!
Por menos de esa cantidad vamos al Modense de la Esfera en el sur de Monterrey. O bien, también por un desembolso menor con tres cervezas incluidas -por cierto, ¿por qué llegan a vender una Indio o XX Ambar en 80 pesos?-, pido tres arracheras, guacamole y frijoles con veneno en El Pastor de Gonzalitos.
McAllen dejará de ser una costumbre hasta que un día nos caiga el veinte de que a Trump debemos tratarlo como nos trata a los mexicanos, con menosprecio. Y que nuestras idas a Estados Unidos sean estrictamente por necesidad, para recoger una correspondencia o cuando realmente los pañales estén en oferta.
Cuando bebé Héctor Hugo crezca, si Dios quiere, seguramente haré una excepción vacacional, y para ese tiempo Estados Unidos tendrá seguramente otro presidente: el viaje obligado a Disney Orlando.
Mientras: “See you later (nos vemos después) USA”.
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