La Semana Santa es de reflexión y autoanálisis para los cristianos, es decir los seguidores de Cristo. Especialmente el jueves y viernes la meditación trascendente ha de centrarse en la enseñanza del amor, que debe ser el eje de toda religión. Sí, porque durante la Última Cena el Señor instituyó la Sagrada Eucaristía y el Sacerdocio y nos dejó el más grande mandamiento: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Pero históricamente al siguiente día dejó para sus creyentes el testimonio irrebatible de su entrega generosa al morir en una cruz por amor al hombre.
“Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus hermanos”, y esa prueba se quedó prendida del madero en lo alto del calvario, por lo cual, en señal de gratitud, los hombres y mujeres de hoy nos unimos al recuerdo de ese paso decisivo en el plan salvífico de Dios para honrar la valentía de Jesús como ser humano y al mismo tiempo para entender al Cristo divino que nos sigue diciendo al oído lo que valemos para Él y por eso se encarnó en busca de todas las ovejas perdidas.
La muerte de Cristo hombre, en el Calvario, no puede ser tratada solamente como un trance ignominioso en tiempo de los judíos, dominado por los romanos, aquel año 33 de nuestra era. Ni debe quedar solamente como una estampa para mover soflameramente las fibras más sensibles de nuestro corazón. Ni como el más sacudidor motivo religioso para los literatos, los pintores, escultores y artistas en general. Porque a la noche siguió el día, y al dolor, el gozo de instalarnos en el milagro de la Resurrección.
Pero es una lástima que las lecciones de Semana Santa, por azares del progreso y la evolución, se estén olvidando entre muchos de los cristianos que la vuelven una semana pagana en las los centros de diversión, con el pretexto de que no se pueden desperdiciar los días cocteleros, de diversión y de los más frenéticos excesos en las playas, balnearios, bares y sitios de pronóstico reservado.
Quienes no profesan la fe cristocéntrica es normal que esos días no les digan nada y que su conciencia se apegue al ritmo que establece la sociedad civil. Pero para quienes recibimos como herencia el legado de los misterios de la Pasión y Muerte del Salvador, urge que demos testimonio del significado que tiene en nuestras vidas la creencia del Redentor que se entregó para salvarnos y darnos vida eterna.
Sin que caigamos en fanatismos y excesos rituales, e inclusive sin hacer a un lado el descanso en estos días de reflexión, se puede tratar de convencer a los demás de la riqueza de los mensajes y enseñanzas de la Semana Santa. Sí, sí es muy válido el chapuzón en la playa y el frenesí en los centros comerciales o la algarabía en los centros de diversión, pero sin olvidar que es posible un lapso de tranquilidad para la meditación en torno a nuestra trascendencia espiritual y religiosa.
Sólo así, en el recorrido de la Vía Dolorosa, caeremos en la cuenta de que la Resurrección de Cristo, un domingo de sol, es la proclamación excelsa de su divinidad y un canto exultante de sinigual contenido: ¡Arriba corazones! Y por eso se escucha en todas las proclamas la razón de ser de la doctrina que nos guía a los creyentes: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra esperanza”.
El verdadero significado de la Semana Santa, para los seguidores de Cristo, sigue teniendo vigencia en pleno siglo veintiuno. La lección es permanente, pero no para emocionarnos por unos instantes ante la imagen de Cristo en la Última Cena, o pendiendo de la cruz e inclusive al resucitar. De nosotros depende que no se pierda tan rica tradición y perpetuar el testimonio de amor que quedó grabado en cada paso del Redentor en estos días, no importa que no lo vayamos a proclamar en un recinto religioso, porque la meditación interior es posible en cualquier espacio, una vez alejados del bullicio y en santa paz con uno mismo.